viernes, 30 de agosto de 2013

Gárgaras de realidad

Y ahí estás, dormido. Puesta tu atención en tener los ojos cerrados y tu espalda sobre la cama: incómodo barco con agujeros en toda la cubierta. Quisieras despertar pero no lo haces: estás teniendo una pesadilla y eres ese tipo de persona que se pone el dedo en la herida para recordar que la tiene. Duermes y ya son las doce pé eme. Duermes y la pesadilla persiste. Duermes y estás en una calle, hay un atardecer con nubes grises, lluvia, charcos, cuevas invisibles y cortinas. También silencio. De repente un grito y bien sabes tú que los gritos alimentan el silencio. Lo peculiar de este grito es que no es humano, tampoco es ladrido ni aullido. Entonces, inquieto, el sueño te saca a patadas en esta parte, empapado en  sudor y lleno de miedo. Solo. Aturdido, volteas al reloj, pues ya son las doce y media y la pesadilla te despertó en el momento adecuado. Tienes que irte, a dónde, no sabes. Con quién, tampoco. Sólo quieres salir pues le temes a tu habitación, tan llena de ti. Tan vacía.
Abres la puerta y bajas los escalones con habilidad, casi con optimismo. Das vuelta a la esquina y prendes un cigarrillo, Marlboro, mar, lobo: lobo de mar… ¿El grito será de un lobo de mar? No, no: el grito de la pesadilla no es de un lobo. Tampoco se parece al ladrido del perro que acaba acusar tu presencia vagabunda, azotándose contra la reja de tu vecino. Se acaba tu cigarrillo y la última bocanada de humo la echas hacia arriba, como un delfín en el zoológico. Lobo de mar… mal de lobo. El grito no es de lobo y sin darte cuenta, tienes la colilla vacía de tu cigarro en la mano, como si siguieras fumando.  La avientas lejos, esperando que incendie algo para poder reírte un poco. Te sientes triste y necesitas reír. Entonces piensas en los niños limpiaparabrisas y en Fernanda, tu amiga gorda que nadie quiere, y así, con la frente un poco más en alto, te sientes menos triste. Y sigues caminando, a dónde, no sabes. Con quién, tampoco. Estar contigo miedo te da miedo. Cuando lo piensas, cuando piensas en ti, un trueno recorre tu espina dorsal y llega a tus piernas, que comienzan a temblar. Tiemblan como el estado de México en el ochenta y cinco y gritan como los edificios quebrándose y cayéndose, con impetuosa solemnidad. Pero no, el grito de tu sueño, esa estrella fugaz que te persigue, no es un grito humano ni de escombros. Por eso caminas, para encontrar ese grito y ese silencio que le sigue: infinito, grande, vacío. Dejas de pensar en el grito y lo sientes: el cigarrillo te cayó mal: ahora te arde la garganta. Pero igual prendes otro: una fumada, luego otra, humo al aire. Como delfín. Sigues  andando y ya no sabes dónde estás pero sabes que hay gente porque hay coches y camiones y siluetas moviéndose por la banqueta. Te duelen las entrañas, ha de ser el cigarro y el humo subiendo y bajando. Miras tu cajetilla y todavía te quedan varios para el camino que estás siguiendo, el que te lleva a ningún lado con quién sabe quién. El dolor bajó las escaleras y ahora te arde el estómago, como si te hubieras comido un pedazo de fuego. Vuelves a poner el cigarrillo en tu boca, succionas: humo adentro, rasguños en el pecho: humo fuera. Arde. Pero también arde no saber de qué cuerdas sale el grito que te persigue y el silencio te atrapa. Toses y ya no sientes tantos rasguños en el pecho. Vuelves a fumar y te arde, lo sientes, te hace daño, lo sabes, pero vamos, te gusta. Te gusta tanto como caminar a quién sabe dónde con quién sabe quién. Toses y te detienes, dejas de caminar por primera vez en dos horas. Estás mareado y te sientas en el borde de la banqueta. Hay muchos giros: un terremoto como en el ochenta y cinco Toses de nuevo y arrojas el cigarro lejos. Y si te fijas bien, cuando cae al suelo, echa chispas como una estrella muriendo: estrellas muriendo, gritos en los sueños, ardor en el pecho. Todo es lo mismo, todo duele igual, todo se fuma de la misma manera. Y a pesar de que te ha ardido tanto tiempo, la herida no se cierra. Y ese es el problema con el dolor: quema pero no cauteriza. Duele pero no cierra las heridas. Estás triste y te acuerdas de Fernanda, tu amiga gorda, de la que todos se ríen y ni así se te olvida la tristeza. Toses otra vez y ahora sin saber por qué, pones tus manos en tu boca como si acabaras de decir una mentira y fueras niño otra vez. Miras tus manos y líneas de color naranja. Astillas de atardecer. -qué me está pasando-piensas. Vas a vomi… Toses de nuevo. Esta vez salen más astillas. Duele mucho. Algo ocurre dentro. Intentas levantarte y carajo, más pedacitos de tarde. De tu sol que se oculta. Tu quijada se abre más y más y más. Sale una pata. Naranja. Naranja con blanco. Un atardecer con nubes. Sientes que te ahogas. Sale otra y ya hay dos fuera. Dos atardeceres de otoño saliendo por tu boca: qué enfermo estabas. Se te está nublando la vista, y antes de que esa neblina sea tan densa como el humo de cigarrillo, sale un hocico. Sale una boca por tu hocico. Sientes cómo las otras dos patas se aferran a tu esófago para tomar el impulso necesario para trepar y salir y arde y raspa y quema como si te hubieras bebido los pecados de alguna persona. Está saliendo y aún con tus ojos neblinosos logras ver parte de lo que estás vomitando: naranja con gris, negro con gris: un cielo de otoño a punto de llover. Es insoportable pero ya casi todo está afuera, Ya ves las cuatro patas y la boca irreconocible con una lengua ágil, relamiéndose los dientes. Entonces viene lo peor, como un trueno recorriendo tu pecho y tu garganta y tus dientes, sale la cola, naranja como el atardecer y larga como la tristeza. Sale en un segundo. Fugaz como estrella que muere. Como Marlboro rojo cayendo al suelo, vacío. Te desmayas.
Y escuchas el grito. Ese grito que te persigue y que alimenta tu silencio. Un grito que no es de lobo ni de perro ni de hombre. Abres los ojos, tus pequeños ojos, y te miras, sentado en la banqueta, con la boca abierta como cueva y los ojos cerrados como las cortinas de tu cuarto cuando duermes. Asustado, corres, dejas tu cuerpo, o lo que creías era tu cuerpo y te alejas de la escena. Numerosas calles adelante, te acercas a un charco que también es espejo. Te miras. Estás gritando, no has dejado de hacerlo. Y no eres ni lobo ni hombre ni perro. Eres un escupitajo de atardecer. Un zorro.


Por la ventana se escurre el olvido.

Y ahí estás, recostado sobre un asiento muy cómodo, puestas tus manos sobre los respaldos laterales. Te sientes como nuevo. Miras hacia la derecha, la ventana, y de cuando en cuando una persona, poste, árbol o sombra se infiltra en tu paisaje en cuestión de parpadeos. Esto significa que ya todo está atrás: su aliento tibio en la mañana, sus pies fríos en la noche, su estúpida expresión al mirar al cielo cuando está atardeciendo. Te preguntas, justo cuando comienzas a quedarte dormido en el cómodo terciopelo del autobús de las cinco, cómo es que tomaste la decisión de guardar tu ropa, tu reloj y tu vida en una maleta para emprender la huida, escapar, luego piensas en cómo llegaste a la estación, con qué billetes compraste el boleto que desde hace tanto querías comprar y qué sonrisa luciste al recibirlos; reflexionas sobre cómo escaparse de un lugar te acerca más a ti mismo. Te acomodas en tu asiento y corres la cortina azul para ocultar el paisaje cegador: ya te quieres dormir. Y a los pocos segundos cierras los ojos. Estás dormido.

Entonces la escuchas debatiéndose en tu cama, despertando. Y lloras.

Sala.

Los últimos meses, a veces, las más, exploto. Cierro los ojos y el mundo se torna bicolor. En negativo. Naranja y azul. Rojo y blanco. Negro y rosa. Como sea, lo curioso de este fenómeno es que cuando pasa, no puedo tolerar el cambio de tonalidades, así que en mi ira y ceguera, golpeo puertas, pateo sillas, rompo espejos para devolverles su color original, después coloco mis manos temblorosas y lastimadas sobre mi cara lastimada y temblorosa, ocultando mis ojos obsoletos y distantes.  Entonces grito, grito su nombre, que también es el mío, también grito en nombre de dios, y yo sé que todo lo hecho en nombre de dios es pecado, así que interrumpo mis gritos a la mitad de su esplendor para no lastimar más mis oídos.  Tanto he gritado que ahora voy sabiendo que el silencio atenta contra el cielo y que yo lo alimento con mis gritos, que nadie escucha, que nunca nadie percibe, de los que nunca nadie sabrá. Sólo ella, que es yo, y que llamo y casi nunca viene. Entonces es así que vivo en un constante exilio de mí mismo. Atrapado en el redil de mis obsesiones y mis ataques de ira, que aunque liberadores por un rato, son cárcel de culpa y distorsión.
Así pasaron las semanas. Mis ataques de ceguera se sucedían con inusitada frecuencia, hasta que un día ella llegó. Entró lentamente, sorteando la oscuridad de mi habitación y tanteando el terreno, como soldado que inspecciona una ciudad que fue bombardeada días antes, y aún con sus saltos ágiles y decididos, tardó un poco en llegar hacia mí y cuando estuvo lo suficientemente cerca, me echó una mirada que bien podría echarle una madre al hijo que llora por el extravío de un juguete, o por una herida en el codo, una mirada tierna y sarcástica al mismo tiempo: familiar. Extendió su mano y me ayudó a levantarme de mi estupidez, que su mirada había intensificado. Me guió hacia la sala y entonces supe.
Me arreglé lo más que pude y la invité a sentarse. Lo hizo enseguida. Le ofrecí un cigarro y lo aceptó amablemente arrancándolo con precisión de mi cajetilla. Y como antes había sacado yo el mío y ya lo había encendido, encendí el suyo, entre agradecimientos.  Entonces entendí que uno no puede escapar de su autodestrucción, que a lo mucho lo que uno puede hacer es invitarla a pasar, sentarla a la sala e invitarle un cigarro. Platicar.